Fernando Vázquez Rigada


Lo dicho: la tercera democracia mexicana murió formalmente el dos de junio del año 2024.


Paradoja fascinante: murió a punta de votos.


Subrayo: fue una decisión mayoritaria y colectiva, abierta y clara. No hubo engaño ni ocultamiento.


El proyecto triunfador declaró abiertamente que quería una mayoría calificada para destruir al poder judicial actual, al INE, a la Comisión Nacional de Derechos Humanos y a otros organismos autónomos. Lo ofrecieron, la gente lo votó y ahora lo van a cumplir.


Este experimento democrático que se desvanece probará, entonces, ser un nuevo paréntesis en la historia de un proceloso mar autoritario.


La primera democracia, la de la República Restaurada, murió degollada tras el golpe de Porfirio Díaz amparado por el Plan de Tuxtepec.
La segunda duró apenas 16 meses, con el ascenso del maderismo y culminó con un nuevo golpe de Estado que segó la vida del presidente y su vicepresidente Pino Suárez.


La tercera se extendió de 1997 al 2024: casi tres décadas.


¿Por qué murió?


Porque la democracia sirve para muchas cosas: no para comer. Y la democracia mexicana no dio de comer a decenas de millones.


Tampoco fue capaz de darles dignidad e igualdad: más bien exacerbó por lustros los desequilibrios del país, pero sin los instrumentos del gobierno autoritario.


Por ello, la democracia es, a menudo, pantanosa. Los acuerdos tardan. Los cambios se atascan. Las decisiones se dificultan en aterrizar. Pero, al mismo tiempo, fluye la crítica, se abre la información: los errores se exponen, los abusos se ventilan, lo ilegal se ilumina.


Las democracias contemporáneas, nos recuerdan Levistky y Zibblat, ya no mueren por la bota sino por los votos. De Putin a Chávez y de Erdogan a Bukele, las personas votan conscientemente en favor de la eficiencia (a veces) a costa de la libertad.


Eso ocurrió aquí. Por eso erramos al plantear que la disyuntiva era democracia/dictadura. La gente quiere tener dinero en el bolsillo, aún a costa de no hablar. Seguridad nunca han tenido, quizá no habían padecido esta violencia, pero nunca han vivido en un remanso de paz. Volver al PRI y al PAN no era opción. Nunca lo fue. Y no lo vimos.


¿Qué sigue?


Stuart Mill alertó ya sobre los riesgos de la tiranía de la mayoría: la imposición de la agenda de las mayorías a costa de derechos y libertades de las minorías.


Esa tentación puede ser fatal para la integridad nacional.


Alemania votó la disolución de la República de Weimar para dar todo el poder a un hombre que decía encarnar la mayoría. Luego, bajo su embrujo, la propia oposición votó por su auto disolución. Ese mandato llevó al peor momento de la humanidad.


México ya ha vivido esto. El gobierno liberal condujo a un país de minorías: una facción ilustrada impuso su visión a un vasto país ignorante y desarticulado. El priismo hizo lo contrario: impuso un país de mayorías (las revolucionarias) que lograron avances a costa de oprimir a las minorías.


Segunda paradoja: esas minorías reprimidas —en el 68, en el 71, en el 88— son las que están hoy en el poder tratando, fatalmente, de resucitar al ogro filantrópico.


Lo lograron.
Está de vuelta.
Ya veremos cómo nos va.
@fvazquezrig
https://fernandovazquezrigada.com/el-regreso-del-ogro/